
por Franco Sarachini
Tanto desde la Historia como desde la Filosofía, se asegura que en cierto momento no muy lejano a la aparición de la vida humana en la Tierra tal cual la conocemos, el hombre y la mujer comenzaron a sentirse solos. Ese temor a ser los únicos seres con razonamiento en el Universo hizo que forjaran los primeros pensamientos en torno a la creencia de un Dios, o de varios, e incluso de divinidades con poderes especiales o sobrenaturales que estaban por encima de la especie humana.
La mitología griega, la nórdica, la egipcia, la africana, la celta, la hindú, la china, la maya, la inca o la japonesa, por ejemplo, marcan la existencia de uno o muchos seres especiales, creadores de todo lo que existe, con control de las fuerzas naturales e incluso encarnando sentimientos o estados como el amor, la ira, la guerra o las mentiras. Pero todo ello que ya sabemos fue la base para llegar a debatir cuestiones que parecen interminables y perduran hasta el día de hoy.
¿Existe un Dios o varios dioses?, ¿los santos y las vírgenes son reales o fantasía?, ¿hay seres omnipresentes y omnipotentes?, ¿existen las deidades que controlan y/o representan el agua, el aire, el fuego, la tierra, los rayos y las tormentas, la guerra o el amor?, y la central y quizás más polémica de todas… ¿existe un Dios?
Hay quienes lo ponen en duda, quienes creen fervientemente y quienes lo descartan absolutamente. Hay quienes aman y veneran a su Dios, quienes quieren imponerle su Dios a los demás, quienes interpelan a su Dios y quienes han construido su propio Dios porque la religión no los representa. En esta cuestión, hacer hincapié puede resultar por demás interesante.
Lo que todos se han preguntado alguna vez es cómo si existe un Dios es posible que el mundo sea un lugar tan injusto, donde unos concentran la mayor riqueza económica del planeta mientras otros mueren de hambre y de sed. Y mucho más si la religión a la cual se pertenece tiene montadas las casas de su Creador revestidas en oro, al tiempo que sus fieles aguardan silenciosamente la muerte sin recurso alguno.
Dentro de las religiones con más fieles de la Tierra lidera el ranking el Cristianismo, con más de 2100 millones de fieles en los cinco continentes, aunque concentrados mayormente en América Latina y Europa. El Cristianismo incluye las iglesias católica romana, la ortodoxa, la protestante, el anglicanismo, la pentecostal y la restauracionista. Le siguen en número de creyentes el Islam y el Hinduismo, con 1300 y 870 millones respectivamente.
En total, al momento se estima hay más de 4200 religiones vivas y otras tantas muertas. Pero ello no quiere decir que todo el mundo sea creyente de algún Dios, sino muy por el contrario, el porcentaje de agnósticos o ateos sigue en crecimiento a nivel global.
En una encuesta de carácter internacional se reveló que cerca del 60 % de la población mundial se reconocía religiosa, mientras que el 36 por ciento se autoproclamaba no religiosa, incluyendo un 13 por ciento totalmente ateo. Ello quiere decir que no cree en un Dios. Y estos números parece que continúan profundizándose a medida que avanza el tiempo.
Si bien la religión es como la política, no solo polémica sino que genera inevitablemente el debate sobre las mismas, se puede reconocer a la ligera que tienen cualidades y funcionalidades positivas y negativas. Por ejemplo, si nos basamos en la religión que más conocemos y quizás entendemos quienes vivimos en Calamuchita, en Córdoba, en Argentina y en América Latina (y aunque el Papa haga y profese cuestiones que parecen “progresistas” para la estructura católica romana) hay interpelaciones que uno no puede dejar de hacer. Molesta y mucho el hecho de ver tanta riqueza en las iglesias y tanta pobreza entre la sociedad. Y eso sin olvidar que la misma se ha generado en base a cruzadas, guerras y genocidios, algunos que la iglesia encabezó y otros que apoyó.
Contrariamente, la institución tiene funciones primordiales, que van más allá de ser una respuesta o una elección de vida espiritual. Es, sin lugar a dudas, una herramienta de contención social que también brinda espacios a quienes necesitan soluciones urgentes.
En cada religión hay personas que la practican y hacen el bien, y otras que pasan los domingos rezando frente a un altar, y cuando ponen un pie en la vereda está juzgando al prójimo, siendo egoístas y accionando totalmente opuesto a lo que profesan en sus iglesias. La hipocresía es una cuestión que cada vez se soporta menos, y de ahí también que tantos decidan no creer en ese Dios por ofuscarse con quienes representan a ese ser superior.
Decíamos anteriormente que el Papa Francisco ha logrado generar una especie de reavivamiento de la fe católica en muchos. Pero la realidad es que la sociedad avanza a pasos agigantados al lado de una iglesia que es conservadora, machista y moralista. Y entonces viene otra de las preguntas: ¿con qué autoridad hombres que no tienen relaciones sexuales (supuestamente), ni tienen familias, y que suelen pasar sus días orando en lugar de ser parte de una sociedad que atraviesa una innumerable cantidad de problemas, quieren imponernos la forma en que deberíamos construir nuestros vínculos sexo-afectivos, la manera de vivir en familia y la comunidad que pretendemos generar?
La construcción de un Dios que no acepta a la sociedad en su complejidad, que se muestra hostil frente a los errores humanos, que va inclusive en contra de algunas cuestiones que son intrínsecas a la especie, y que castiga con justicia divina a quienes no cumplen con su mandato, es quizás el mayor motivo de falta de fe y, al mismo tiempo, propicia el crecimiento del agnosticismo y el ateísmo en el mundo. De hecho cada vez más personas deciden construir su propia imagen de Dios, sin depender de las religiones, que sólo generan imposiciones en la forma de vida.
Dios, en el caso de creer en él, debería ser una divinidad que comprenda a todos, que ame, que no haga diferencias y acepte a la Humanidad en toda su complejidad. Debería abrazar a cada uno con sus particularidades, sin andar señalando al que se equivoca. Dios debería ser quizás la energía suprema positiva que rige a la existencia de lo conocido y lo desconocido también. Y tal vez lo sea. Pero las religiones se han encargado de construirlo tan discriminador, rencoroso y estigmatizador que la fe en la existencia de uno va en caída libre.
Por delante queda no sólo la revisión de la sociedad y el futuro que proyectamos día a día, sino también una reconstrucción de nuestras espiritualidades, lo cual no es poca cosa.